Sentados a cientos de kilómetros,
de forma inútil, impotente y absurda
veíamos frente a nuestras pantallas, sin aire y sin esperanza,
una tras otra noticia
de como se consumían a cenizas
cada vida que osaba existir ante metros de llamas,
que hasta el cielo marchitaban.
Pasmados, no lográbamos encontrar justicia
ni en las conspiraciones que se rumoreaban.
Porque ni acertadas aplacaban tanta rabia y angustia
por cada vida que a su paso aniquilaba.
Ni a su mejor amigo la pira distinguía,
porque bajo su crueldad el mismo infierno traía.
No había poesía para tanta miseria reunida,
más que en la belleza de ver tanta ayuda,
y voluntades unidas,
donde el sudor corría por cada persona
que agua en sus manos cargaba.
Una amabilidad del interior
que transformaba en fuerza cada célula del cuerpo,
moviéndolo frenético contra los escombros,
las distancias, las alturas y el calor aterrador.
Ni reconocía a su peor enemigo,
porque estaba aferrado a la salvación.
Al heroico gesto de brindar amor
a cada vida quebrantada tras la destrucción.
No tenían ánimos de nada más que una pronta solución
a todos aquellos que el fuego, su mundo les arrebató.
Contemplarlos, enceguecía hasta el más despiadado.
Porque brillaban tanto como antorchas nacidas de un tifón.
Arrasando eran feroces con sus almas al son de su pasión.
Ni agradecerles toda una vida hubiese bastado
para todo lo que entregaron
con el único interés de aliviar algún corazón.
Es extraordinario como tanto terror
creó a su vez, los bríos de su propia redención.
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